Tan locos como sabios. Roger Pol Droit / Jean Philippe de Tonnac
Antístenes y
Diógenes
Un amigo
para morir
En una
cabaña apartada de los caminos, no lejos del gimnasio del Cinosargo, donde
pasó toda su vida,
un hombre sucio, abandonado por todos, se retuerce de dolor sobre su camastro. ¿A quién llamar cuando se ha
construido un desierto alrededor de uno? ¿A quién pedir ayuda, si todo el mundo
ha terminado por desalentarse, al no ser llamado jamás? ¿Quién dudaría de que a
esa hora en la que el sol desaparecía
tras las montañas del Citerón y del Parnaso, un sabio que parecía haber superado definitivamente las
pruebas de la vida está a punto de morir?
Está lejano el tiempo en que los
jóvenes ansiosos por abrazar el camino
cínico venían a verlo.
-
¿Debemos
dejarnos crecer los cabellos y la barba como tú, Antístenes? ¿Debemos llevar
una toga como la tuya? ¿Debemos estar tan sucios como tú?
“Mejor
convertirse en presa de los cuervos
antes que caer bajo el influjo de los aduladores; aquellos atacan los
cadáveres, éstos devoran a los vivos”.
Tras decir esto, Antístenes levantaba su bastón y los jóvenes escapaban.
No se los volvía a ver nunca. Cuando se le preguntaba por qué trataba tan
rudamente a sus alumnos, decía que los médicos hacían lo mismo con sus
pacientes.
Sólo Diógenes había seguido, a pesar de los bastonazos.
Recientemente desembarcado de Sinope,
había buscado un lugar en Atenas antes
de escuchar hablar del perro. Existía entonces, en ese gimnasio, un hombre del que todo el mundo había
terminado por huir. “He aquí un regalo de los dioses”, se dijo Diógenes. “Necesito un maestro como ése”. Y
fue a reunirse con aquel furioso ocupado
en enseñar la virtud en el vacío. Diógenes lo había observado por varios días
antes de presentarse. Y muy pronto el
perro había levantado su bastón.
“Golpea, pues”, le había Diógenes.
“No encontrarás garrote tan duro para
apartarme; golpea tanto como para
darme la impresión de que tienes
propósitos sensatos”.
Antístenes no estaba preparado para
eso.
Desde aquel día, no se vio más al
viejo sabio caminar solo.
¡Antístenes había encontrado a un
discípulo! Un extranjero, con la cabeza dura como una roca. Por lo que se
contaba, se permitía extravagancias que su maestro se había prohibido. Con
Diógenes, la impertinencia cínica había empezado a cruzar los límites. No sólo había asimilado las
palabras del maestro, sino que las había completado con toda la altivez, según
los atenienses que tan mal lo habían recibido. Se explicaba su ferocidad con el
resentimiento, lo que era tranquilizador. Nadie había comprendido que Diógenes
era el perro por excelencia.
Hoy, Antístenes está solo. Han
pasado los años. Diógenes ha partido. Antístenes se siente olvidado. Puede
morir en ese camastro que comparte con las ratas. Nadie vendrá. ¿Qué importa
que se retuerza de dolor? Ese hombre impiadoso con los sufrimientos de los
demás debía serlo también con el suyo. ¿Llega la muerte? Pues, que se apure.
Pues el dolor es demasiado intenso. Pero la muerte no llega y Antístenes
soporta los peores tormentos.
Ha caído la noche. Antístenes
escucha que alguien se acerca a la cabaña. Diógenes, con una lámpara en la
mano, pasa la cabeza por el umbral de la
puerta y saluda a su maestro. “Se me ha dicho…he venido”. Entra, se arrodilla
al lado del sabio y deposita una espada al costado del camastro:
-Hay veces que necesitas de un
amigo.
Diógenes
parte como ha venido. Antístenes es por fin libre de morir.
J.P de T.