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jueves, 19 de julio de 2012

Un amigo para morir


Tan locos como sabios. Roger Pol Droit / Jean Philippe de Tonnac


Antístenes y Diógenes

Un amigo para morir

             En una cabaña apartada de los caminos, no lejos del gimnasio del Cinosargo, donde pasó  toda su  vida,  un hombre sucio, abandonado por todos, se retuerce de dolor sobre  su camastro. ¿A quién llamar cuando se ha construido un desierto alrededor de uno? ¿A quién pedir ayuda, si todo el mundo ha terminado por desalentarse, al no ser llamado jamás? ¿Quién dudaría de que a esa hora en  la que el sol desaparecía tras las montañas del Citerón y del Parnaso, un sabio que  parecía haber superado definitivamente las pruebas de la vida está a punto de morir?
            Está lejano el tiempo en que los jóvenes ansiosos por  abrazar el camino cínico venían a verlo.
-         ¿Debemos dejarnos crecer los cabellos y la barba como tú, Antístenes? ¿Debemos llevar una toga como la tuya? ¿Debemos estar tan sucios como tú?
 “Mejor  convertirse en presa de los cuervos  antes que caer bajo el influjo de los aduladores; aquellos atacan los cadáveres, éstos devoran a los vivos”.
            Tras decir esto, Antístenes  levantaba su bastón y los jóvenes escapaban. No se los volvía a ver nunca. Cuando se le preguntaba por qué trataba tan rudamente a sus alumnos, decía que los médicos hacían lo mismo con sus pacientes.
            Sólo Diógenes  había seguido, a pesar de los bastonazos. Recientemente desembarcado  de Sinope, había buscado un lugar  en Atenas antes de escuchar hablar del perro. Existía entonces, en ese gimnasio,  un hombre del que todo el mundo había terminado por huir. “He aquí un regalo de los dioses”, se dijo  Diógenes. “Necesito un maestro como ése”. Y fue  a reunirse con aquel furioso ocupado en enseñar la virtud en el vacío. Diógenes lo había observado por varios días antes de presentarse.  Y muy pronto el perro había levantado su bastón.
            “Golpea, pues”, le había Diógenes. “No  encontrarás garrote tan duro para apartarme; golpea tanto como  para darme  la impresión de que tienes propósitos sensatos”.
            Antístenes no estaba preparado para eso.
            Desde aquel día, no se vio más al viejo sabio caminar solo.  ¡Antístenes  había encontrado a un discípulo! Un extranjero, con la cabeza dura como una roca. Por lo que se contaba, se permitía extravagancias que su maestro se había prohibido. Con Diógenes, la impertinencia cínica había empezado a cruzar  los límites. No sólo había asimilado las palabras del maestro, sino que las había completado con toda la altivez, según los atenienses que tan mal lo habían recibido. Se explicaba su ferocidad con el resentimiento, lo que era tranquilizador. Nadie había comprendido que Diógenes era el perro por excelencia.
            Hoy, Antístenes está solo. Han pasado los años. Diógenes ha partido. Antístenes se siente olvidado. Puede morir en ese camastro que comparte con las ratas. Nadie vendrá. ¿Qué importa que se retuerza de dolor? Ese hombre impiadoso con los sufrimientos de los demás debía serlo también con el suyo. ¿Llega la muerte? Pues, que se apure. Pues el dolor es demasiado intenso. Pero la muerte no llega y Antístenes soporta los peores tormentos.
            Ha caído la noche. Antístenes escucha que alguien se acerca a la cabaña. Diógenes, con una lámpara en la mano,  pasa la cabeza por el umbral de la puerta y saluda a su maestro. “Se me ha dicho…he venido”. Entra, se arrodilla al lado del sabio y deposita una espada al costado del camastro:
            -Hay veces que necesitas de un amigo.
Diógenes parte como ha venido. Antístenes es por fin libre de morir.
J.P de T.

miércoles, 18 de julio de 2012

Sin una palabra

Tan locos como sabios. Roger Pol Droit / Jean Philippe de Tonnac


 Heráclito 

 Sin una palabra 


                           Heráclito había terminado por darle la espalda a sus semejantes. Una espalda como erizada de púas. Se temía a sus  réplicas mordaces, a sus ácidas afirmaciones y, sobre todo,  a su parecido con el rayo, pues su pensamiento mantenía un comercio inseparable y fructífero con el fuego. Les había negado a sus conciudadanos, en su opinión hundidos en el  fango de la existencia fácil, el sistema de leyes que le habían pedido. “Deberían pensar en dejarle la ciudad a los niños.” A fuerza de despreciar a los hombres, Heráclito amaba en efecto la compañía de los niños. Incluso se acercó un día al templo de Artemisa para jugar a la porra con ellos.
                Los efesios habían terminado por no prestarle demasiada atención a sus excentricidades. Sin duda, el filósofo tenía sus razones para buscar, a través de una vida sabia,  la preservación del fuego del cual procede el alma. Y por cierto no se equivocaba en estimular las  virtudes entre sus conciudadanos.  ¿Pero qué  había  de malo en disfrutar del tiempo del que uno no podrá disponer el  Hades?
                Sin embargo,  cuando los persas sitiaron la polis, comenzaron a imaginarse las restricciones que vendrían. Algunos recordaron  las palabras olvidadas del sabio, callado desde hacía  mucho tiempo. Nada que hacer. Los efesios siguieron sus inclinaciones, como era su costumbre. La guerra es un mal demasiado grande como para agregarle privaciones inútiles.
                Pero los persas no se cansan.  El sitio se extiende, se eterniza. Las reservas se acaban. Preocupados por  hallar una salida, los responsables de la ciudad los responsables de la ciudad suben uno a uno a la tribuna. Sus discursos orgullosos señalan culpables. Quienes gobernaron  antes la ciudad dejaron hacer. Se los señala para que el pueblo se vengue. ¡Que caiga sobre ellos el deshonor de haber llevado una ciudad a esa situación!
                Ninguna propuesta salió de esas disputas interminables. Surge entonces en la asamblea un hombre de pecho ancho, que avanza hacia la tribuna y se trepa a ella  como si fuera un oso. Algunos reconocen entre sí mismos la mala conciencia: es Heráclito. Los más jóvenes, quienes jamás habían escuchado abucheos de Éfeso, descubren esa fuerza viva surgida del otro lado del tiempo.
                Mientras la emoción del auditorio está en su punto más alto, Heráclito coloca sobre la tribuna una copa llena de agua fría y lanza allí un puñado de harina de cebada. Provisto de una pequeña rama tomada de entre sus ropas, de dedica a armar una mezcla. ¿Por qué ese gesto tan grotesco?
                Separa la rama, y ahora amasa la pasta de cebada con el dedo. Cada tanto lanza una mirada hacia el auditorio que retiene el aliento. Se diría que lanza una invectiva, pero en silencio. Cuando obtiene lo que pretendía, se acerca la mezcla  y,  siempre con el dedo, degusta lo que ha preparado. Por  un breve instante, una sonrisa ilumina su rostro austero. Limpio el plato, el dedo enjuagado, el filósofo se va por donde  ha venido. Ésa fue la última intervención política de Heráclito.
                A quienes se sorprendieron de que una lección de filosofía pudiera ser transmitida sin una palabra, a aquellos que preguntaban por qué había preferido callarse, él hubiera respondido: “Para que ustedes tengan de qué hablar”.
J. P.  de T.

martes, 17 de julio de 2012

Todos los hijos son mortales

Tan locos como sabios. Roger Pol Droit / Jean Philippe de Tonnac

Jenofonte

Todos los hijos son mortales

               Su gente había hecho bien el trabajo. Limpiaron el altar como él lo había ordenado. La piedra lijada, las marcas de pasto cuidadosamente quitadas. La acequia para la sangre fue raspada. Está limpia y lisa. Más oscura, evidentemente, pero nada la obstruye. ¿El hogar? Desembarazado de sus cenizas, provisto de leña seca, prendido desde temprano: las brazas ya son abundantes. El cuchillo, el mejor, el más grande, aquel del que ya se servía su padre, el cuchillo fue afilado, colocado donde debía, justo al alcance de la mano.
            Jenofonte inspecciona con ojo exigente el altar familiar. Le gusta que todo en  la casa esté en orden. Como las tropas a las que comandaba no hacía mucho tiempo. Que cada uno cumpla con su tarea, como corresponde, en tiempo y forma,  esto es lo que  considera indispensable. Tanto en campaña como en los tiempos de paz. Habiendo examinado el lugar, está satisfecho. Todo ha sido ejecutado. Eso lo llena de una verdadera alegría. Este aristócrata no es un hombre de resentimientos.  No será él quien busque  la tarea olvidada, la piedra que se arrastra, sólo busca que nada arruine su placer. No, está limpio. Apolo debería estar contento.
            El animal es muy bello. Un cordero de larga frente, la carne espesa, traído de su mejor manada, la que está bien  al norte. Hace ya varias semanas que sus pastores lo eligieron, cuidándolo más que a los demás. Los últimos días, tras haberlo traído hasta aquí, lo dejaron descansar. Lo lavaron y peinaron como se debe. Jenofonte aprecia que sus propiedades estén impecables,  sus cuentas al día, sus bestias cuidadas.
            En un modo de vida que le importa preservar. Si no,  los griegos corrían riesgo de desaparecer. Nada más perduraría. Los guerreros se volverían mercenarios; los señores, bandidos o comerciantes. No fue por placer que Jenofonte redactó un tratado consagrado al arte de conservar la casa y otro, al cuidado de los caballos. Escuchar a Sócrates es esencial, pero no es todo. También hay que dirigir a la gente, conducir  su propiedad.
            También la corona fue correctamente diseñada. Está colocada en un buen lugar. El momento se acerca. Se busca al animal. Jenofonte coloca la corona sobre sus cabellos, desde hace un tiempo, cada  vez mas encarnecidos. Toma el cordero por el costado, la pierna donde debe de estar. He aquí que llega un mensajero, exhausto, cubierto de polvo de un largo camino. Tiene el rostro grave. Ante su armamento, Jenofonte ya  ha comprendido.
            Se dirige hacia el caballero que acaba de poner los pies en la tierra.
-¿Mi hijo?- dice.
-Sí, Jenofonte- responde el soldado con voz suave, bajando la cabeza.
            Entonces el viejo general se saca la corona, en signo de duelo y de impureza, y regresa con la cabeza desnuda al sacrificio. Sin una palabra, cercena la garganta, deja correr la sangre,  desgarra con cuidado las carnes, con habilidad para deshacer las articulaciones. De repente se detiene, deja los músculos colgando y las coyunturas abiertas. Vuelve con el soldado.
-¿Cómo?- dice solamente Jenofonte.
-En combate, Jenofonte, al comienzo del ataque, el primero, en la cabeza,  de un lanzazo en plena frente.
            Entonces el padre se vuelve a colocar  la corona en el cráneo casi descubierto y regresa a terminar el sacrificio. Su hijo no murió deshonrado.
            Su más fiel servidor,  el viejo  Hermión, no puede contener las lágrimas. Ha conocido a Polos, el hijo mayor, cuando estaba en  brazos de su madre. Le enseñó a cepillar los caballos, a limpiar su espada, a llevar sin cansancio su escudo de bronce atado de modo diferente los lazos de cuero, como le había mostrado alguna vez un jinete parto. Hermión no puede creer  que el orgulloso joven  haya encontrado la muerte. Tan hábil  para esquivar los golpes, tan atento al menor movimiento. ¿Cómo puede seguir Jenofonte como si fuera mármol? Él, que tanto ha velado por ese hijo, que lo ha criado, instruido, que no ha cesado de preocuparse por su educación, ¿Cómo puede estar sin verter una lágrima?
            Hermión  conoce a su amo desde hace tantos años…Han envejecido juntos, conocido la vida  de los guerreros tanto lejos como cerca de la casa. Incluso Hermión ha escuchado con frecuencia a Sócrates, en compañía de su amo, en los tiempos en que éste no vivía más que para la filosofía, la sabiduría y la justicia. Decididamente, no comprende. Hay que preguntarle. Ningún otro se lo permitiría. Pero él  no puede quedarse así.
             El  sacrificio está terminado. Los sirvientes comparten una enorme pata de cordero. Las entrañas, cocidas, han sido  repartidas entre los campesinos, y los pastores. Jenofonte se quedó a un lado, cabizbajo. No come. Permanece inmóvil contemplando la llanura que se halla en sus pies con los ojos secos. Hermión se pone a su lado.
-Amo, perdone mi audacia- dice con un nudo en la voz. –Sé cuán  querido le era su hijo. ¿Cómo logra contener las lágrimas? Me parece que está más allá de las fuerzas humanas. En nombre de nuestra vida pasada, le ruego que me explique ese misterio.
            Jenofonte no responde enseguida. Piensa en Sócrates, en los sabios, en el honor. Alcanza a contener el grito que le brota de la garganta.  Busca responderle a Hermión algo simple, que esté seguro de ser comprendido.
-Sabía que había engendrado a un mortal- dice.
RPD.

Yuuko San