No siento alegría alguna;
ya no me abandono con el ímpetu de otros tiempos, rehuso sentirme contento
mientras ella esté triste.
Hoy he vuelto a
sorprenderme en un intento de hacerle llegar alguna noticia de mi parte, de
hacerle sospechar que todavía la amo. Mi
mente es asaz ingeniosa y, además, uno experimenta satisfacción cuando cree que
ha hallado un recurso hábil. Quería escribir una carta (a su familia) que
habría de ser impresa. Llevaría como encabezamiento: Mi (R). Hubiera sido bastante significativo para
ella. La carta abundaría en alusiones sutiles. Pero es preciso que renuncie a ello;
me humillo bajo la mano poderosa de Dios. Cada vez que ella me asalta tal
pensamiento, y, en general, acaece varias veces al día, lo convierto en oración
por “ella”, pidiendo de veras que todo sea para su mayor beneficio.
He visto hoy una graciosa
damisela…pero ya no me atraen, no quiero saber nada de ellas. Ningún marido
puede ser más fiel a su mujer de lo que yo lo soy con respecto a “ella”. Por
otra parte, mejor así sea; esos amoríos
me trastornaban completamente.
Si hubiera sido “ella” quien rompió el
compromiso, entonces, a pesar de que la amara mucho, me hubiera sido fácil
olvidarla; habría osado tender todos mis velos por encima y olvidar, me atrevería
a soñar con ella como un poeta; pero
ahora no puedo convencerme así. Evoco frecuentemente su recuerdo y a menudo su
recuerdo retorna, sin que sea necesario
evocarlo. Mi alma gana en seriedad. Quiera Dios, ¡ Ay de mí!, que sea
para mí bien.
Mi pensamiento, sin
cesar, se balancea entre dos imágenes de “ella”; la una, joven, exuberante de vida, rebosante de gozo, transparente; en
concreto: como jamás la he visto, quizá; la otra, pálida, encerrada en sí
misma, a la espera a de las horas de soledad para desahogar su llanto, en
resumen, como tampoco la he visto quizá.
¡Afortunadamente, ya este
asunto ha sido decidido de una buena vez! Y Sin embargo, no logro darlo por
terminado; no sé cuál es este abogado
del que ella dispone en mi fuero íntimo. ¡Cuán hábil ha sido! Cuando nos
separamos me rogó que la recordara alguna vez. De sobra sabe que basta que la recuerde
para que el infierno se desencadene. De todos modos igual lo habría hecho
aunque no me lo hubiera pedido.
(…)
Pienso a menudo que si me
echara atrás, “ella” tal vez se convencería de que he sido un impostor.
Supongamos que tenga poder para triturarme con la mirada (la inocencia ofendida
puede hacerlo), tal idea me provoca estremecimientos, me hiela de espanto; no
tanto por tener que soportarlo –lo podría perfectamente si supiera que es para
su bien- sino porque lo terrible del juego de la vida es esto de arrastrar una
criatura humana hasta donde uno se la ha propuesto.
Diario íntimo. Sören Kierkegaard.