Tan locos como sabios. Roger Pol Droit / Jean Philippe de Tonnac
Heráclito
Sin una palabra
Heráclito
había terminado por darle la espalda a sus semejantes. Una espalda como erizada
de púas. Se temía a sus réplicas
mordaces, a sus ácidas afirmaciones y, sobre todo, a su parecido con el rayo, pues su
pensamiento mantenía un comercio inseparable y fructífero con el fuego. Les había
negado a sus conciudadanos, en su opinión hundidos en el fango de la existencia fácil, el sistema de
leyes que le habían pedido. “Deberían pensar en dejarle la ciudad a los niños.”
A fuerza de despreciar a los hombres, Heráclito amaba en efecto la compañía de
los niños. Incluso se acercó un día al templo de Artemisa para jugar a la porra
con ellos.
Los efesios habían terminado por
no prestarle demasiada atención a sus excentricidades. Sin duda, el filósofo tenía
sus razones para buscar, a través de una vida sabia, la preservación del fuego del cual procede el
alma. Y por cierto no se equivocaba en estimular las virtudes entre sus conciudadanos. ¿Pero qué
había de malo en disfrutar del
tiempo del que uno no podrá disponer el Hades?
Sin embargo, cuando los persas sitiaron la polis,
comenzaron a imaginarse las restricciones que vendrían. Algunos recordaron las palabras olvidadas del sabio, callado
desde hacía mucho tiempo. Nada que hacer.
Los efesios siguieron sus inclinaciones, como era su costumbre. La guerra es un
mal demasiado grande como para agregarle privaciones inútiles.
Pero los persas no se
cansan. El sitio se extiende, se
eterniza. Las reservas se acaban. Preocupados por hallar una salida, los responsables de la
ciudad los responsables de la ciudad suben uno a uno a la tribuna. Sus
discursos orgullosos señalan culpables. Quienes gobernaron antes la ciudad dejaron hacer. Se los señala
para que el pueblo se vengue. ¡Que caiga sobre ellos el deshonor de haber llevado
una ciudad a esa situación!
Ninguna propuesta salió de esas
disputas interminables. Surge entonces en la asamblea un hombre de pecho ancho,
que avanza hacia la tribuna y se trepa a ella
como si fuera un oso. Algunos reconocen entre sí mismos la mala
conciencia: es Heráclito. Los más jóvenes, quienes jamás habían escuchado
abucheos de Éfeso, descubren esa fuerza viva surgida del otro lado del tiempo.
Mientras la emoción del
auditorio está en su punto más alto, Heráclito coloca sobre la tribuna una copa
llena de agua fría y lanza allí un puñado de harina de cebada. Provisto de una
pequeña rama tomada de entre sus ropas, de dedica a armar una mezcla. ¿Por qué
ese gesto tan grotesco?
Separa la rama, y ahora amasa la
pasta de cebada con el dedo. Cada tanto lanza una mirada hacia el auditorio que
retiene el aliento. Se diría que lanza una invectiva, pero en silencio. Cuando
obtiene lo que pretendía, se acerca la mezcla
y, siempre con el dedo, degusta
lo que ha preparado. Por un breve instante,
una sonrisa ilumina su rostro austero. Limpio el plato, el dedo enjuagado, el
filósofo se va por donde ha venido. Ésa
fue la última intervención política de Heráclito.
A quienes se sorprendieron de
que una lección de filosofía pudiera ser transmitida sin una palabra, a aquellos
que preguntaban por qué había preferido callarse, él hubiera respondido: “Para
que ustedes tengan de qué hablar”.
J.
P. de T.
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