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miércoles, 18 de julio de 2012

Sin una palabra

Tan locos como sabios. Roger Pol Droit / Jean Philippe de Tonnac


 Heráclito 

 Sin una palabra 


                           Heráclito había terminado por darle la espalda a sus semejantes. Una espalda como erizada de púas. Se temía a sus  réplicas mordaces, a sus ácidas afirmaciones y, sobre todo,  a su parecido con el rayo, pues su pensamiento mantenía un comercio inseparable y fructífero con el fuego. Les había negado a sus conciudadanos, en su opinión hundidos en el  fango de la existencia fácil, el sistema de leyes que le habían pedido. “Deberían pensar en dejarle la ciudad a los niños.” A fuerza de despreciar a los hombres, Heráclito amaba en efecto la compañía de los niños. Incluso se acercó un día al templo de Artemisa para jugar a la porra con ellos.
                Los efesios habían terminado por no prestarle demasiada atención a sus excentricidades. Sin duda, el filósofo tenía sus razones para buscar, a través de una vida sabia,  la preservación del fuego del cual procede el alma. Y por cierto no se equivocaba en estimular las  virtudes entre sus conciudadanos.  ¿Pero qué  había  de malo en disfrutar del tiempo del que uno no podrá disponer el  Hades?
                Sin embargo,  cuando los persas sitiaron la polis, comenzaron a imaginarse las restricciones que vendrían. Algunos recordaron  las palabras olvidadas del sabio, callado desde hacía  mucho tiempo. Nada que hacer. Los efesios siguieron sus inclinaciones, como era su costumbre. La guerra es un mal demasiado grande como para agregarle privaciones inútiles.
                Pero los persas no se cansan.  El sitio se extiende, se eterniza. Las reservas se acaban. Preocupados por  hallar una salida, los responsables de la ciudad los responsables de la ciudad suben uno a uno a la tribuna. Sus discursos orgullosos señalan culpables. Quienes gobernaron  antes la ciudad dejaron hacer. Se los señala para que el pueblo se vengue. ¡Que caiga sobre ellos el deshonor de haber llevado una ciudad a esa situación!
                Ninguna propuesta salió de esas disputas interminables. Surge entonces en la asamblea un hombre de pecho ancho, que avanza hacia la tribuna y se trepa a ella  como si fuera un oso. Algunos reconocen entre sí mismos la mala conciencia: es Heráclito. Los más jóvenes, quienes jamás habían escuchado abucheos de Éfeso, descubren esa fuerza viva surgida del otro lado del tiempo.
                Mientras la emoción del auditorio está en su punto más alto, Heráclito coloca sobre la tribuna una copa llena de agua fría y lanza allí un puñado de harina de cebada. Provisto de una pequeña rama tomada de entre sus ropas, de dedica a armar una mezcla. ¿Por qué ese gesto tan grotesco?
                Separa la rama, y ahora amasa la pasta de cebada con el dedo. Cada tanto lanza una mirada hacia el auditorio que retiene el aliento. Se diría que lanza una invectiva, pero en silencio. Cuando obtiene lo que pretendía, se acerca la mezcla  y,  siempre con el dedo, degusta lo que ha preparado. Por  un breve instante, una sonrisa ilumina su rostro austero. Limpio el plato, el dedo enjuagado, el filósofo se va por donde  ha venido. Ésa fue la última intervención política de Heráclito.
                A quienes se sorprendieron de que una lección de filosofía pudiera ser transmitida sin una palabra, a aquellos que preguntaban por qué había preferido callarse, él hubiera respondido: “Para que ustedes tengan de qué hablar”.
J. P.  de T.

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