Tan locos como sabios. Roger Pol Droit / Jean Philippe de Tonnac
Jenofonte
Todos los hijos son mortales
Su gente había hecho bien el trabajo. Limpiaron el altar como él lo había
ordenado. La piedra lijada, las marcas de pasto cuidadosamente quitadas. La
acequia para la sangre fue raspada. Está limpia y lisa. Más oscura,
evidentemente, pero nada la obstruye. ¿El hogar? Desembarazado de sus cenizas,
provisto de leña seca, prendido desde temprano: las brazas ya son abundantes. El
cuchillo, el mejor, el más grande, aquel del que ya se servía su padre, el
cuchillo fue afilado, colocado donde debía, justo al alcance de la mano.
Jenofonte inspecciona con
ojo exigente el altar familiar. Le gusta que todo en la casa esté en orden. Como las tropas a las
que comandaba no hacía mucho tiempo. Que cada uno cumpla con su tarea, como
corresponde, en tiempo y forma, esto es
lo que considera indispensable. Tanto en
campaña como en los tiempos de paz. Habiendo examinado el lugar, está
satisfecho. Todo ha sido ejecutado. Eso lo llena de una verdadera alegría. Este
aristócrata no es un hombre de resentimientos.
No será él quien busque la tarea
olvidada, la piedra que se arrastra, sólo busca que nada arruine su placer. No,
está limpio. Apolo debería estar contento.
El animal es muy bello. Un cordero
de larga frente, la carne espesa, traído de su mejor manada, la que está
bien al norte. Hace ya varias semanas
que sus pastores lo eligieron, cuidándolo más que a los demás. Los últimos
días, tras haberlo traído hasta aquí, lo dejaron descansar. Lo lavaron y
peinaron como se debe. Jenofonte aprecia que sus propiedades estén
impecables, sus cuentas al día, sus
bestias cuidadas.
En un modo de vida que le
importa preservar. Si no, los griegos
corrían riesgo de desaparecer. Nada más perduraría. Los guerreros se volverían
mercenarios; los señores, bandidos o comerciantes. No fue por placer que
Jenofonte redactó un tratado consagrado al arte de conservar la casa y otro, al
cuidado de los caballos. Escuchar a Sócrates es esencial, pero no es todo. También
hay que dirigir a la gente, conducir su
propiedad.
También la corona fue
correctamente diseñada. Está colocada en un buen lugar. El momento se acerca. Se
busca al animal. Jenofonte coloca la corona sobre sus cabellos, desde hace un
tiempo, cada vez mas encarnecidos. Toma el
cordero por el costado, la pierna donde debe de estar. He aquí que llega un
mensajero, exhausto, cubierto de polvo de un largo camino. Tiene el rostro
grave. Ante su armamento, Jenofonte ya
ha comprendido.
Se dirige hacia el
caballero que acaba de poner los pies en la tierra.
-¿Mi hijo?- dice.
-Sí, Jenofonte- responde el soldado con voz suave, bajando la cabeza.
Entonces el viejo general
se saca la corona, en signo de duelo y de impureza, y regresa con la cabeza
desnuda al sacrificio. Sin una palabra, cercena la garganta, deja correr la
sangre, desgarra con cuidado las carnes,
con habilidad para deshacer las articulaciones. De repente se detiene, deja los
músculos colgando y las coyunturas abiertas. Vuelve con el soldado.
-¿Cómo?- dice solamente Jenofonte.
-En combate, Jenofonte, al comienzo del ataque, el primero, en la
cabeza, de un lanzazo en plena frente.
Entonces el padre se vuelve
a colocar la corona en el cráneo casi
descubierto y regresa a terminar el sacrificio. Su hijo no murió deshonrado.
Su más fiel servidor, el viejo
Hermión, no puede contener las lágrimas. Ha conocido a Polos, el hijo
mayor, cuando estaba en brazos de su
madre. Le enseñó a cepillar los caballos, a limpiar su espada, a llevar sin
cansancio su escudo de bronce atado de modo diferente los lazos de cuero, como
le había mostrado alguna vez un jinete parto. Hermión no puede creer que el orgulloso joven haya encontrado la muerte. Tan hábil para esquivar los golpes, tan atento al menor
movimiento. ¿Cómo puede seguir Jenofonte como si fuera mármol? Él, que tanto ha
velado por ese hijo, que lo ha criado, instruido, que no ha cesado de
preocuparse por su educación, ¿Cómo puede estar sin verter una lágrima?
Hermión conoce a su amo desde hace tantos años…Han
envejecido juntos, conocido la vida de
los guerreros tanto lejos como cerca de la casa. Incluso Hermión ha escuchado
con frecuencia a Sócrates, en compañía de su amo, en los tiempos en que éste no
vivía más que para la filosofía, la sabiduría y la justicia. Decididamente, no
comprende. Hay que preguntarle. Ningún otro se lo permitiría. Pero él no puede quedarse así.
El
sacrificio está terminado. Los sirvientes comparten una enorme pata de
cordero. Las entrañas, cocidas, han sido
repartidas entre los campesinos, y los pastores. Jenofonte se quedó a un
lado, cabizbajo. No come. Permanece inmóvil contemplando la llanura que se
halla en sus pies con los ojos secos. Hermión se pone a su lado.
-Amo, perdone mi audacia- dice con un nudo en la voz. –Sé cuán querido le era su hijo. ¿Cómo logra contener
las lágrimas? Me parece que está más allá de las fuerzas humanas. En nombre de
nuestra vida pasada, le ruego que me explique ese misterio.
Jenofonte no responde
enseguida. Piensa en Sócrates, en los sabios, en el honor. Alcanza a contener
el grito que le brota de la garganta.
Busca responderle a Hermión algo simple, que esté seguro de ser
comprendido.
-Sabía que había engendrado a un mortal- dice.
RPD.
Yuuko San
No hay comentarios:
Publicar un comentario