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martes, 17 de julio de 2012

Todos los hijos son mortales

Tan locos como sabios. Roger Pol Droit / Jean Philippe de Tonnac

Jenofonte

Todos los hijos son mortales

               Su gente había hecho bien el trabajo. Limpiaron el altar como él lo había ordenado. La piedra lijada, las marcas de pasto cuidadosamente quitadas. La acequia para la sangre fue raspada. Está limpia y lisa. Más oscura, evidentemente, pero nada la obstruye. ¿El hogar? Desembarazado de sus cenizas, provisto de leña seca, prendido desde temprano: las brazas ya son abundantes. El cuchillo, el mejor, el más grande, aquel del que ya se servía su padre, el cuchillo fue afilado, colocado donde debía, justo al alcance de la mano.
            Jenofonte inspecciona con ojo exigente el altar familiar. Le gusta que todo en  la casa esté en orden. Como las tropas a las que comandaba no hacía mucho tiempo. Que cada uno cumpla con su tarea, como corresponde, en tiempo y forma,  esto es lo que  considera indispensable. Tanto en campaña como en los tiempos de paz. Habiendo examinado el lugar, está satisfecho. Todo ha sido ejecutado. Eso lo llena de una verdadera alegría. Este aristócrata no es un hombre de resentimientos.  No será él quien busque  la tarea olvidada, la piedra que se arrastra, sólo busca que nada arruine su placer. No, está limpio. Apolo debería estar contento.
            El animal es muy bello. Un cordero de larga frente, la carne espesa, traído de su mejor manada, la que está bien  al norte. Hace ya varias semanas que sus pastores lo eligieron, cuidándolo más que a los demás. Los últimos días, tras haberlo traído hasta aquí, lo dejaron descansar. Lo lavaron y peinaron como se debe. Jenofonte aprecia que sus propiedades estén impecables,  sus cuentas al día, sus bestias cuidadas.
            En un modo de vida que le importa preservar. Si no,  los griegos corrían riesgo de desaparecer. Nada más perduraría. Los guerreros se volverían mercenarios; los señores, bandidos o comerciantes. No fue por placer que Jenofonte redactó un tratado consagrado al arte de conservar la casa y otro, al cuidado de los caballos. Escuchar a Sócrates es esencial, pero no es todo. También hay que dirigir a la gente, conducir  su propiedad.
            También la corona fue correctamente diseñada. Está colocada en un buen lugar. El momento se acerca. Se busca al animal. Jenofonte coloca la corona sobre sus cabellos, desde hace un tiempo, cada  vez mas encarnecidos. Toma el cordero por el costado, la pierna donde debe de estar. He aquí que llega un mensajero, exhausto, cubierto de polvo de un largo camino. Tiene el rostro grave. Ante su armamento, Jenofonte ya  ha comprendido.
            Se dirige hacia el caballero que acaba de poner los pies en la tierra.
-¿Mi hijo?- dice.
-Sí, Jenofonte- responde el soldado con voz suave, bajando la cabeza.
            Entonces el viejo general se saca la corona, en signo de duelo y de impureza, y regresa con la cabeza desnuda al sacrificio. Sin una palabra, cercena la garganta, deja correr la sangre,  desgarra con cuidado las carnes, con habilidad para deshacer las articulaciones. De repente se detiene, deja los músculos colgando y las coyunturas abiertas. Vuelve con el soldado.
-¿Cómo?- dice solamente Jenofonte.
-En combate, Jenofonte, al comienzo del ataque, el primero, en la cabeza,  de un lanzazo en plena frente.
            Entonces el padre se vuelve a colocar  la corona en el cráneo casi descubierto y regresa a terminar el sacrificio. Su hijo no murió deshonrado.
            Su más fiel servidor,  el viejo  Hermión, no puede contener las lágrimas. Ha conocido a Polos, el hijo mayor, cuando estaba en  brazos de su madre. Le enseñó a cepillar los caballos, a limpiar su espada, a llevar sin cansancio su escudo de bronce atado de modo diferente los lazos de cuero, como le había mostrado alguna vez un jinete parto. Hermión no puede creer  que el orgulloso joven  haya encontrado la muerte. Tan hábil  para esquivar los golpes, tan atento al menor movimiento. ¿Cómo puede seguir Jenofonte como si fuera mármol? Él, que tanto ha velado por ese hijo, que lo ha criado, instruido, que no ha cesado de preocuparse por su educación, ¿Cómo puede estar sin verter una lágrima?
            Hermión  conoce a su amo desde hace tantos años…Han envejecido juntos, conocido la vida  de los guerreros tanto lejos como cerca de la casa. Incluso Hermión ha escuchado con frecuencia a Sócrates, en compañía de su amo, en los tiempos en que éste no vivía más que para la filosofía, la sabiduría y la justicia. Decididamente, no comprende. Hay que preguntarle. Ningún otro se lo permitiría. Pero él  no puede quedarse así.
             El  sacrificio está terminado. Los sirvientes comparten una enorme pata de cordero. Las entrañas, cocidas, han sido  repartidas entre los campesinos, y los pastores. Jenofonte se quedó a un lado, cabizbajo. No come. Permanece inmóvil contemplando la llanura que se halla en sus pies con los ojos secos. Hermión se pone a su lado.
-Amo, perdone mi audacia- dice con un nudo en la voz. –Sé cuán  querido le era su hijo. ¿Cómo logra contener las lágrimas? Me parece que está más allá de las fuerzas humanas. En nombre de nuestra vida pasada, le ruego que me explique ese misterio.
            Jenofonte no responde enseguida. Piensa en Sócrates, en los sabios, en el honor. Alcanza a contener el grito que le brota de la garganta.  Busca responderle a Hermión algo simple, que esté seguro de ser comprendido.
-Sabía que había engendrado a un mortal- dice.
RPD.

Yuuko San

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