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viernes, 28 de septiembre de 2012

extracto: 1841 al 20 de Noviembre de 1842


No siento alegría alguna; ya no me abandono con el ímpetu de otros tiempos, rehuso sentirme contento mientras ella esté triste.

Hoy he vuelto a sorprenderme en un intento de hacerle llegar alguna noticia de mi parte, de hacerle sospechar  que todavía la amo. Mi mente es asaz ingeniosa y, además, uno experimenta satisfacción cuando cree que ha hallado un recurso hábil. Quería escribir una carta (a su familia) que habría de ser impresa. Llevaría como encabezamiento: Mi (R).  Hubiera sido bastante significativo para ella. La carta abundaría en alusiones sutiles. Pero es preciso que renuncie a ello; me humillo bajo la mano poderosa de Dios. Cada vez que ella me asalta tal pensamiento, y, en general, acaece varias veces al día, lo convierto en oración por “ella”, pidiendo de veras que todo sea para su mayor beneficio.

He visto hoy una graciosa damisela…pero ya no me atraen, no quiero saber nada de ellas. Ningún marido puede ser más fiel a su mujer de lo que yo lo soy con respecto a “ella”. Por otra parte, mejor así sea; esos  amoríos me trastornaban completamente.

 Si hubiera sido “ella” quien rompió el compromiso, entonces,  a pesar  de que la amara mucho, me hubiera sido fácil olvidarla; habría osado tender todos mis velos por encima y olvidar, me atrevería  a soñar con ella como un poeta; pero ahora no puedo convencerme así. Evoco frecuentemente su recuerdo y a menudo su recuerdo retorna, sin que sea necesario  evocarlo. Mi alma gana en seriedad. Quiera Dios, ¡ Ay de mí!, que sea para mí bien.

Mi pensamiento, sin cesar, se balancea entre dos imágenes de “ella”; la una, joven, exuberante  de vida, rebosante de gozo, transparente; en concreto: como jamás la he visto, quizá; la otra, pálida, encerrada en sí misma, a la espera a de las horas de soledad para desahogar su llanto, en resumen, como tampoco la he visto quizá.

¡Afortunadamente, ya este asunto ha sido decidido de una buena vez! Y Sin embargo, no logro darlo por terminado; no sé cuál  es este abogado del que ella dispone en mi fuero íntimo. ¡Cuán hábil ha sido! Cuando nos separamos me rogó que la recordara alguna vez. De sobra sabe que basta que la recuerde para que el infierno se desencadene. De todos modos igual lo habría hecho aunque no me lo hubiera pedido.

(…)

Pienso a menudo que si me echara atrás, “ella” tal vez se convencería de que he sido un impostor. Supongamos que tenga poder para triturarme con la mirada (la inocencia ofendida puede hacerlo), tal idea me provoca estremecimientos, me hiela de espanto; no tanto por tener que soportarlo –lo podría perfectamente si supiera que es para su bien- sino porque lo terrible del juego de la vida es esto de arrastrar una criatura humana hasta donde uno se la ha propuesto.

Diario íntimo. Sören Kierkegaard.

Los detractores de la Abogacía

La elevada opinión premencionada de los emperadores bizantinos sobre los abogados, no ha gozado, sin embargo, de mayor consenso  Así, el ingenio popular ha motejado a los abogados de: "aves negras" o "cuervos", "picapleitos" y "leguleyos", y ha acuñado adagios epigramáticos en su contra. En tal sentido la leyenda ha llegado a sostener, irónicamente, que el único abogado que está en el cielo. -se trata de San Ives de Chermartin o Ives de Bretaña, que fue el patrono  de la orden de los Abogados de Francia-, entró en él mediante argucia; aunque también existen al respecto varias versiones distintas.
Una cuenta que San Ives se presentó en el paraíso en compañía  de un gran número de religiosos, y que mientras éstos San Pedro les dijo que debían esperar pues ya tenían  una multitud de ellos, en cambio, como no había ningún abogado San Ives fue admitido de inmediato.
Otra más mordaz, refiere que San Pedro le negó el acceso a San Ives, al saber que era abogado; ante lo cual éste, lamentando el largo viaje realizado para llegar a las puertas celestiales que se le cerraban, rogó se le permitiese entrar tan sólo la punta de su nariz, a lo que  San Pedro,  complacido, accedió; luego de lo cual San Ives se volvió de espaldas y caminando hacia  atrás se introdujo  hasta la punta de su nariz, con lo cual ya se encontró totalmente dentro del cielo, del cual no pudo entonces ser echado, por ser irrevocable el  ingreso al mismo; añadiéndose también, como variante,  que cuando  luego del prealudido ardid se pretendió expulsar  a San Ives del Paraíso, éste,  versado en el "procedimiento", se resistió a ello alegando que no se iría hasta que un ujier le notificara la expulsión, lo cual no pudo llevarse a cabo en razón de no haberlos en el cielo, donde así se quedo definitivamente.

Feliz A. Trigo Represas - Marcelo J. López Mesa, Principales supuestos de responsabilidad contractual; pág. 501